Artículo de Javier Mendoza Jiménez, Doctor en Economía y profesor de la Universidad de La Laguna para El Diario.es
Dos suelen ser los motivos por los que la contratación pública suele saltar a la palestra de los medios de información: se le relaciona con una operación policial por un caso de corrupción o se inaugura algo a lo que acude una nutrida representación de cargos políticos. En los últimos meses, a raíz de la crisis sanitaria en la que todavía estamos, la importancia de esta política, que no debe olvidarse representa entre un 15 y un 20% del PIB y es el principal instrumento de gasto sobre todo para las pequeñas y medianas entidades públicas (tomo prestado el término PYMEL que he visto reflejado en Twitter), se ha acrecentado fruto de dos necesidades: agilizar las compras durante la pandemia y aprovechar los fondos europeos que vendrán para hacer algo más que otra política de gasto de efecto champagne (o cava por promocionar el producto nacional).
Es precisamente esa concepción, el de la compra pública como gasto, la que ha actuado como lastre a la hora de aprovechar el potencial de más de 200 mil millones de € anuales para generar cambios reales y que la administración pública pase a ser la locomotora y deje el papel de vagón de carbón que simplemente alimenta el tren, pero no decide dónde va.
Relacionado con lo anterior, desde principios del siglo XXI toma cada vez más fuerza el concepto de compra pública sostenible, que, de manera similar a lo que pasa con la Economía Social, va dividiéndose en distintas familias y se le van añadiendo diversos apellidos para intentar recoger toda su complejidad. De este modo, podemos encontrarnos con la compra pública social, que hace referencia a la inclusión de criterios que favorezcan tanto unas condiciones salariales dignas a las personas que ejecutan los contratos como un impacto en la comunidad, la compra pública verde, que aborda los aspectos ambientales, y más recientemente con la compra pública sostenible, que se alinea con el término más conocidos de desarrollo sostenible. Junto a ello, y con un poco más de fantasía, se riza el rizo hablando de compra pública socialmente responsable – con un Plan aprobado en 2019 del que nada se sabe – o de la compra pública ecológica, del que se está, tomando el libro de Eduardo Mendoza, sin noticias de Gurb.
Para dar un poco de orden a este breve artículo, vayamos a los orígenes de la compra pública sostenible (por usar el término que nos permita hilar esta breve reflexión). Podríamos remontarnos a la Estrategia Europa 2020, que hablaba de una contratación pública estratégica para lograr los objetivos allí recogidos, o mencionar los diferentes Libros Verdes de la Comisión Europea, las Directivas e incluso la Ley de Contratos en vigor en España, pero con todos ellos no estaríamos captando la esencia de todo este cambio.
Personalmente, y aunque parezca sorprendente, yo sitúo el origen del convencimiento de que la compra pública puede ser una herramienta estratégica para el desarrollo en 1852. Sí, hace 169 años ya existían leyes de contratos que intentaban regular el complejo panorama de la compra pública. El 29 de febrero de 1852 se público en la Gaceta de Madrid la Ley de Contratos sobre servicios públicos cuyo fin era establecer ciertas trabas saludables, evitando los abusos fáciles de cometer en una materia de peligrosos estímulos, y de garantir á la Administración contra los tiros de la maledicencia. Lo maravilloso de esta ley, además de tener solo 3 páginas de extensión, es que dejaba meridianamente claro que La Administración al celebrar contratos no debe proponerse una sórdida ganancia, abusando de las pasiones de los particulares, sino averiguar el precio real de las cosas y pagar por ellas lo que sea justo.
Ese reto de pagar por las cosas lo que sea justo se mantiene en la situación presente, que contempla una compra pública soportando sobre sus hombres el papel de dinamizar el desarrollo del país pero que se encuentra infradotada de personal y donde los datos para conocer si las cosas se están haciendo bien brillan por su ausencia. En época de big data, quizás debería darse un paso atrás y empezar a pensar en dominar el normal data en la administración a la hora de analizar las cosas.
Pero basta de panoramas sombríos, la idea de esta reflexión no es solo mostrar el camino recorrido, sino también un futuro posible. Y esa utopía para realistas que diría Rutger Bregman (aunque este autor se refiera a la Renta Básica) puede construirse sobre la base de tres preguntas que deben responder los responsables de la compra pública: ¿Qué?, ¿cómo? y, ¿para qué?
La respuesta a la primera de todas, ¿qué? suele estar relativamente clara ya que viene implícita en eso que se llama objeto del contrato y que define básicamente los servicios, suministros y/u obras que necesita la administración contratante. La segunda pregunta ¿Cómo? podría relacionarse también con la pregunta ¿a quién? y se refiere a las empresas que van a ejecutar el servicio. La Ley 9/2017 da algunos pasos en este sentido y establece, entre otras cosas, que las empresas que no cumplan la ley de igualdad y la obligación de tener un 2% de personas con discapacidad en la plantilla no puedan participar.
De igual manera, ese ¿cómo? está conectado con el tipo de productos y servicios que queremos en nuestras licitaciones, y aquí se encuentran aspectos recogidos en el artículo 145 de la Ley de Contratos como: producción ecológica, comercio justo, fomento del empleo estable, del empleo femenino, etc. Se trata, usando una metáfora alimenticia, de no comprar solo el yogurt de marca blanca natural, sino de incluir entre los requerimientos que tenga determinados sabores, que no haya explotación infantil en su producción y otras cosas de similar naturaleza.
Partiendo de esa base, para mirar al futuro falta responder una pregunta: ¿para qué?. Y en este momento es dónde entran en juego las estrategias de desarrollo sostenible que tanto se pregonan pero que están tristemente ausentes de los objetos contractuales de la compra pública. No he visto (y mira que he mirado) pliegos de contratación que hagan referencia ni a los Objetivos de Desarrollo Sostenible (donde la compra pública está recogida en la meta 12.7), ni a estrategias que haya desarrollado el propio órgano de contratación. Algunas excepciones pueden encontrarse, por ejemplo, en licitaciones de la Generalitat de Catalunya, en la que se deja claro en los objetos contractuales que se quieren promover criterios sociales y ambientales.
Las continuas actualizaciones legislativas, tanto nacionales como comunitarias, dejan claro que el camino a seguir es el de una compra pública que contribuya de manera decidida al desarrollo sostenible, dónde se tengan en cuenta criterios sociales, ambientales y éticos para decidir quién debe ejecutar el contrato. Sin embargo, todavía quedan varios obstáculos por salvar: la falta de seguridad jurídica y una actitud conservadora de ciertos Tribunales de Contratación contrarios a determinados criterios sociales como la mejora de condiciones de empleo, la necesidad de medir los resultados conseguidos (yo empecé la tesis intentando responder la pregunta ¿Cuánto empleo se genera con la compra pública? y 6 años después en ello estoy todavía aunque la haya acabado), y la tan ansiada profesionalización de todos los agentes que participan.
Así que otra contratación pública (mejor) es posible. Tenemos la caja de herramientas a nuestra disposición, una legislación favorable a los cambios, una oportunidad de experimentar con los fondos europeos, un marco conceptual internacionalmente aceptado como son los Objetivos de Desarrollo Sostenible, una ciudadanía deseosa de ver cambios, incluso unas elecciones en un horizonte no muy lejano. Dar a la compra pública la importancia que se merece por peso productivo y por potencial multiplicador redundará en beneficio de la sociedad, y allanará el camino para el desarrollo sostenible.